Abuelita, su casa y yo
He estado leyendo literatura relacionada con la niñez y adolescencia, entonces quise escribir un poco sobre los recuerdos de mi infancia y solo eso me vino esto en mente.
Escucha esta canción cuando termines de leer: Se dice de mí - Tita Merello
A las seis de la tarde sonaba el timbre de salida de la escuela. Lo primero que hacíamos, mi hermano y yo, era salir corriendo a toda velocidad directos a la casa de mi abuela, allí esperábamos a que mi mamá o papá fuesen a recogernos. Mi abuela era un ser al que debíamos tenerle aprecio. Debíamos quererla, según mi madre, pero nunca fue así. Al menos no por mi parte. Cuando murió sentí tristeza porque mi mamá se quedaba un poco más sola, no porque yo me quedase sin abuela. Si alguien le hubiese preguntado a mi abuela por el nombre de cada uno de sus nietos y nietas, los habría dicho todos, menos uno: el mio… Siempre fui invisible ante su mirada “apacible” y “bondadosa”. Quizás no sea así, pero es mi experiencia. Exijo respeto. En pocas ocasiones me sentí presente y visible para ella, quizás una vez fui relevante y solo porque me debía regañar.
─Su mamá me dijo que usted y su hermano no hacen caso.
─Uhm… me quedé en silencio.
─Haga caso, mija, haga caso.
Esas fueron unas de las primeras interacciones conscientes que recuerdo haber tenido con ella. Obviamente relacionadas con su hija o sea mi mamá. No obstante no quiero ser exagerada, debo admitir que cuando íbamos a cenar a su casa siempre me preguntaba si quería beber otro plato de sopa de pollo con arroz o si quería más ensalada roja del día anterior, acerca del pollo no me insistía si quería otro pedazo. Entendía la razón: La carne siempre es cara.
Volviendo a lo otro: Bajo su brazos habían muchos nombres de nietos y nietas, es normal que el mio se le olvidase. (Esta afirmación mi mamá la negará, quizá también el resto de la familia). Yo fui parte de los nietos que quedaron relegados, es un hecho. Sin embargo, crecer sin la presencia de mi abuela no fue lo peor que me pudo haber pasado, más adelante descubrí cosas sobre ella que hicieron que lo único sentía a su favor desapareciera y eso fue el respeto.
La casa de abuelita y sus matices
Me gustaría describirles la casa de la abuela: Al inicio era pequeña, aun más pequeña. Tenía dos cuartos, un baño afuera de la casa y una cocina. Aunque yo no la recuerdo así, nunca la vi en ese estado. Cuenta la leyenda que cuando mi mamá vivió allí añadió a la casa un último cuarto y este se prestó para cerrar el espacio y hacer una nueva cocina, después de un tiempo mi tío Tino hizo un baño adentro, de frente al comedor. Una revolución total… Quedando ahora una casa un poco menos pequeña. Yo la recuerdo con tres cuartos, un comedor, un baño nuevo y una cocina nueva.
Al entrar podiamos encontrar una silla de extension forrada de mimbre verde y amarillo, una mesita para el telefono de casa, cuatro sillas de hierro forradas de mimbre blanco y rojo. Avanzando hacia el comedor no había más nada que una mesa pegada a la pared y una nevera blanca, grande y de dos puertas. En la cocina había otra mesa de color verde oscuro, mas pequeña, de la marca Manaplas, con cuatro sillas del mismo color y también dos toneles grandes que eran las reservas de agua para cocinar. Al salir de la cocina había una enramada, la batea, otros toneles de agua y hacia la derecha, rodeando la casa, quedaba el baño antiguo. Este era aterrador.
En esa casa eran siempre las dos de la tarde. Hacía un calor agradable y de fondo sonaba Betty la fea, la original. Cuando llegaba tenía la sensación de que la cocina estaba encendida y que seguro estaban cocinando algo para la cena. Siempre sopa y siempre pero siempre un café. Todo esto era parte de lo que esa casa me hacía sentir porque la realidad era que abuelita no estaba, ella salía por las tardes al Salón del Reino de los Testigos de Jehová, Betty la fea la daban a la una de la tarde y nadie estaba cocinando nada. La casa estaba cerrada. Sin embargo, eran las mejores tardes porque eso significaba que podíamos ir a la casa de al lado a jugar con mis primos, hijos de mi tía Ana y luego de un rato pasaba mi madre a buscarnos o a veces mi padre.
Aparte del olor a comida de mediodía no había otro olor que la representase. Esa casa olía a comida, a café o olía a nada pero no podía oler a otra cosa. El piso estaba hecho de cemento y un frisado medio verdoso, medio grisáceo, brillante y limpio. A mi tía Julia no le gustaba que entrásemos con los zapatos llenos de polvo y tierra. Tenía toda la razón pero los demás, siempre fueron desconsiderados y no atendían a sus avisos, súplicas o gritos. Las ventanas eran antiguas y de hierro, tenían un pasador que si lo movían hacia arriba y se empujaban se cerraba y si por el contrario lo movían hacia abajo se abría, los cuatro paneles de vidrio bajaban y el aire caliente, sucio y fresco a la vez, entraba. Eran ventanas muy pesadas.
Las camas eran viejas, no creo que alguien las hubiese comprado, quizás eran regaladas, todas con colchones viejos y duros. Varias veces dormí allí a lo largo de mi vida. La sensación fue la misma con el pasar de los años: una tensión dispersa desde la cabeza a los pies, estaba segura de que alguien nos miraba mientras dormíamos. Quizá mi opinión sobre eso no sea la más apropiada, dado que siempre he dormido de ese modo en cualquier lugar que no fuese mi casa.
Tenía un patio grande, lleno de matas de mango, plátano, una de achiote, una de limón y unas de guineo. Este patio era todo de tierra suelta, de color marrón clara, de esa que sale volando mínimo vientecito. Siempre se sentía fresco y claro por el día pero profundamente oscuro de noche, tanto que las matas tomaban formas imprecisas y espeluznantes. Creo que los niños internos y los demonios del inconsciente de toda mi familia habitaban allí. Cada vez que tenía que ir al baño de afuera (porque todavía lo usábamos) me hacía una película mental donde nada tenía sentido lógico.
Podía sentir la Rabia agazapada que esperaba que pusiera un pie afuera para mostrarme sus “virtudes”, el Odio ofreciéndome un mango negro y reluciente que me llevaba directo a la perdición y por supuesto a la Tristeza con un vaso de lagrimas frescas esperando por mí. Mirar hacia el fondo fue siempre un suplicio. Ese patio tenía una energía densa y escabrosa.
Los niños
Aunque tengo al menos siete años que no visito esa casa creo que todavía podría encontrar a todos los niños internos de mi familia. Niños rotos, llenos de miedo y de ira. Mi mamá y mis tíos tuvieron una niñez sin propósito, sin ilusión y con una candidez robada a muy temprana edad. Miedo, rigor y severidad eran el pan diario. Los abrazos de mis abuelos nunca fueron protagonistas, excepto en año nuevo. Cuando olvidaban todo por unos pocos minutos y se abrazaban y se decían cuanto se querían los unos con los otros.
El año pasado me leí estos libros, son joyas. Te dejo los títulos y si quieres lee los artículos enlazados.